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Gerardo Chávez: “Pintar es tocar la vida con las manos”

Publicado: 2012-04-06

“Me gustaría decir que mi exposición es formidable, pero como soy el autor, diré que es necesaria de ver”, nos dice, con razón, Gerardo Chávez, el artista trujillano que exhibe Muestra antológica, una retrospectiva de su obra que va en el Museo de Arte Moderno de Trujillo.

Por Gonzalo Pajares

Foto: Antonio Escalante

“Mucha gente dice, incluso algunos de mis biógrafos, que yo nací en Paiján. Eso no es verdad, aunque me hubiese encantado nacer allí. La verdad, nací y pasé mis primeros años en Trujillo, en un bonito barrio llamado Santa Rosa. Me trasladé a Paiján a los cinco años, cuando mi madre murió, y mi padre, con su nuevo compromiso, se mudó a ese lugar. Antes, Paiján era un pueblo muy lindo, con una campiña preciosa, llena de árboles frutales. Como no había luz, se alumbraba solo cuando salía la luna (risas), pero esto le daba un aire mágico. Era fabuloso ver, a las seis de la tarde, al farolero recorriendo el pueblo encendiendo los candiles de las calles, cuya mecha solo duraba una o dos horas”, rememora sus primeros años Gerardo Chávez (1937), quien en estos días presenta una retrospectiva sobre su obra. Son alrededor de 50 piezas donde uno descubre, sorprendido, las capacidades hacedoras y creativas que puede alcanzar el ser humano convertido en artista. Chávez es un pintor fundamental para nuestra plástica. Para los que aprecian el arte y la cultura, la visita al museo trujillano se hace imprescindible. Tienen hasta el 20 de abril.

Fue un niño pobre

Fui un niño (ríe). Aparentemente éramos pobres, pero estábamos llenos de riquezas (ríe). Mi familia era modesta, pero nunca me faltó qué comer. Fuimos once hermanos, pero mi padre siempre fue muy ordenado. Sin embargo, antes que la pobreza, a mí me marcó la ausencia de mi madre, un ser tan noble, tan querible, quien me trajo al mundo mediante dos gestos: uno de amor y otro de dolor. Ella es mi almita protectora. Creo en Dios como un ser superior, como la fuerza de la naturaleza; trato de ser muy racional, pero no niego lo sobrenatural. Por eso creo en el alma de mi madre.

Trabajó desde muy pequeño…

Así es. Fui un comerciante, un vendedor de cosas. Vendí helados, jabones, periódicos… donde había la oportunidad de ganarse un céntimo, allí estaba yo.

¿Hay que ser un poco comerciante para ser artista?

No. Felizmente el arte no tiene nada que ver con el comercio. Que, luego, hacer arte te dé beneficios económicos es otra cosa: es el resultado de la calidad de tu trabajo, del gusto de la gente por tus creaciones. Pero, antes que pensar en el dinero, hay que pensar en hacer una buena obra. Yo siempre he tenido muchas ganas de trabajar, mucho deseo de ser un gran pintor… y, a eso, le he agregado esfuerzo y suerte. Me he pasado toda la vida pintando, pensando, hasta que un día descubrí que la naturaleza era mi diosa, pues todo estaba en ella.

¿Qué ha significado para usted la pintura?

Es una forma de expresión que tiene que ver con los sueños y con la realidad, con todo lo que el hombre puede tocar. Es importante saber que la pintura es vida. Yo nací artista, con capacidades para la pintura, para la escultura, sin embargo, yo solo quería tocar la vida con mis manos.

¿Su familia se opuso a que fuese pintor?

No. Mi madre, me cuentan, fue muy libre, y siempre luchó para que sus hijos hiciesen lo que más les gustase, eso sí, siempre alineados en las cosas buenas, en la ética, en el respeto. Ella educó hijos sanos, muy humanos, generosos.

Su hermano mayor, Ángel, también fue pintor. ¿Él influyó en su decisión de convertirse en artista?

Al inicio no pensé en él. Yo solo quería ser artista… y no cualquier artista: yo quería ser un artista del circo. Por entonces, yo relacionaba el arte con el circo. Me fascinaba el espectáculo circense y cómo la gente se maravillaba con lo que veía. Pero, poco a poco me di cuenta de que no solo eso era ser artista. De pronto, mucha gente empezó a decirme que tenía talento, que dibujaba muy bonito, que “era un artista”. Esto fue una sorpresa. Mi universo se amplió pues descubrí que ya era, sin estar en el circo, lo que anhelaba desde siempre: un artista. He contado muchas veces aquella historia en la que una señora me golpeó la espalda mientras yo moldeaba un portón y me dijo: “Ay, hijo, tú serás un gran escultor”. “¿Escultor? ¿Qué es un escultor?”, me pregunté. Tomé un diccionario y me encontré con la descripción del arte de esculpir, con la biografía de un artista llamado Miguel Ángel y supe que la plástica era un arte mayor y extraordinario, superior, incluso, al circo. Y fue recién allí que me percaté de que mi hermano era un pintor, un artista conocido en Lima, mientras yo seguía viviendo en Paiján, un pueblo al norte de Trujillo.

Para muchos artistas, el circo ha sido muy importante como impulsor de su creatividad…

Fue mi caso. Me impresionaba ese mundo de fantasía lleno de magos, acróbatas, payasos, domadores de fieras… esa capacidad de transformar la realidad, capacidad que, después, supe que tenía también la pintura.

La pintura ordena el caos…

Claro. Es una sensación maravillosa donde también aparece el intelecto.

Desde su perspectiva, ¿el arte ordena y embellece el mundo?

Por supuesto, aunque muchas veces este ‘ordenamiento’ es intuitivo. Uno va creando y, al hacerlo, va buscando un cierto equilibrio, una belleza que te conmueva, que te diga algo, que te transmita algo. Sin belleza no se puede hablar de arte.

Hoy, muchos artistas no se preocupan por la ‘belleza’, dicen que el arte está en la idea…

La idea, la expresión, están allí. La estética es la que uno trata de modelar, de ordenar para alcanzar el equilibro de la forma, del color, etcétera. Yo creo que sería triste que un artista no se preocupe por la belleza, pues es la razón del arte, la que nos da y nos entrega todo.

Fue un buen alumno en Bellas Artes…

Eso es subjetivo, no me gusta hablar de mis méritos académicos, pues el arte no es una competencia: no hay un artista mejor que otro. Diré que fui un alumno destacado… aunque algunos decían que yo era inteligente, brillante, loco (ríe). Cuando uno trasciende las cosas normales, te llaman loco.

Perdóneme, pero sí hay artistas mejores que otros…

Claro, claro, pero cada espectador es un universo.

¿Qué locuras hacía?

De todo, sobre todo locuras amorosas, afectivas, con las amiguitas y modelos de Bellas Artes, quienes eran lindas. Yo viví un mundo fascinante, pero mi mayor ardor era el trabajo pictórico. Como no sabía hablar muy bien –por las deficiencias de mi educación–, como no estaba preparado para utilizar el verbo para describir lo que sentía, pintaba. Hasta que, poco a poco, fui creciendo intelectualmente. Cuando leí libros sobre Van Gogh y Gauguin sentí unas ganas inmensas de irme a Europa.

Imagino que se fue no solo para ser un mejor artista sino para aumentar sus destrezas intelectuales…

Así fue. Yo admiraba el Renacimiento, el arte italiano. Por eso, cuando iba rumbo a París no sentí angustia alguna cuando tuve que quedarme en Florencia, pues vi aquella ciudad-museo y me dije: “Aquí me quedo”. Y le cuento esto porque me instalé allí por razones económicas: tenía 30 dólares en el bolsillo y tuve que darle 20 a un amigo –mis compañeros de viaje eran Tilsa Tsuchiya y Alfredo Basurco– que tenía mayores urgencias económicas que yo. Por eso, ya no pude llegar a París. Tomé cinco dólares y me compré una guitarra, y me puse a rasgarla para, así, compensar mi soledad. Hoy puedo contar que dormí en puentes y plazuelas, situación que, a la distancia, fue simpática antes que dramática. Luego pasé dos años y medio en Roma y, tres años después, me fui a París.

Seis años después (en 1966) volvió a Italia, esta vez como artista, y nada menos que a la Bienal de Venecia…

Siempre trabajé para que mis retos se cumpliesen. Y si uno no lo hace de joven, ¿cuándo? Ahora, no me fui a Venecia para ‘vengarme’ sino para demostrar que había vencido a la adversidad. Y, bueno, uno con los años se da cuenta de que no ha conseguido nada…

¿No es nada su obra?

En términos filosóficos, nada.

¿En términos plásticos?

Es algo, porque está allí. Hay cosas que son interesantes, pero uno está inconforme siempre: el artista nunca supera la ansiedad. Tengo un ego que me hace creer en mí, pero hay que hacer más, mi mejor cuadro está por venir. Hoy quiero crear esculturas en acero inoxidable, porque siento que ya me toca hacer cosas trascendentes (risas).

¿Hará un mejor cuadro que La procesión de la papa?

Allí está el reto (ríe). La gente me ha contagiado su admiración por esa obra. Es un bello cuadro que no imaginé que iba a tener tanto ‘jale’, que se iba a acercar tanto a la sensibilidad de los espectadores. Yo quería representar ese bello tubérculo que había alimentado y salvado al mundo. No sabía cómo plasmar la obra hasta que vi en la tele la procesión del Señor de los Milagros: “Esto es”, grité y se me despertó el alma.

Ha pasado por varias etapas creativas: los pasteles grasos, la mitología del futuro, los carruseles, los personajes precolombinos, el uso del barro…

La exploración constante es inherente al artista. Uno debe abrir siempre el camino, aunque muchas veces no sepamos a dónde llegaremos, las cosas que iremos descubriendo.

Una de sus etapas más famosas es la de los carruseles. Imagino que significaron una recuperación de la infancia…

Sí. Había visto estos carruseles en Paiján, en las ferias de pueblo que llegaban al lugar. Sus carruseles eran multicolores y un tanto tétricos, llenos de dientes afilados. Lo curioso es que empecé a pintarlos a inicios de los noventa, cuando ya era un hombre grande, cuando se supone ya debía haberlos olvidado. Por entonces, yo me preocupaba de mi mundo interno y de los grandes problemas del mundo: con los carruseles amplié mi búsqueda, mis preocupaciones… y hallé nuevas respuestas.

Hablemos de París. Se demoró en llegar, pero hoy hasta es un ciudadano francés…

Fue un descubrimiento maravilloso. Quedé impresionado con sus calles, con sus librerías, con sus museos, con sus galerías, con sus iglesias, con su gente, con sus mujeres, con el amor libre –uno no puede vivir sin amor–, con sus artificios… sentí que eso era la vida.

¿El amor le ha traído inspiración o problemas?

Los problemas ayudan a la inspiración (risas). Todos lo sabemos, el dolor ayuda a crear.

Tiene una casa en Francia. Usted huye del invierno: pinta en París en el verano boreal y pinta en Lima en el verano austral…

Así es. Me gustan los días largos porque la pintura es luz. París me gusta, pero hoy no puedo describir este cariño porque la ciudad ha cambiado mucho. Antes iba a un café y siempre encontraba un amigo, un extranjero que nos transportaba a sus países: así ‘conocí’ Japón, Turquía.

De ser un lugar de tertulia se ha convertido en un lugar de trabajo…

(Ríe). Sí, pero también en una vitrina.

Además de pintor, usted es un gestor cultural: tiene el Museo del Juguete, Angelmira (un centro cultural) y el Museo de Arte Moderno, todo en Trujillo. ¿Por qué su necesidad de dejar los pinceles?

Cuando regresé vi que el peruano contemporáneo estaba alejado de su época, que las exposiciones eran o costumbristas o europeizantes, pero sin originalidad, que no había la vocación por hacer cosas distintas, que nadie cuestionaba lo establecido. Por eso, organicé la Bienal de Trujillo, esfuerzo que, lamentablemente, terminó por falta de apoyo. Pero no me desanimé y decidí abrir el Museo del Juguete, pues los juguetes ennoblecen el alma, nos ayudan a reencontrar la niñez y su nobleza.

El Museo de Arte Moderno acoge las obras de grandes artistas que usted, como coleccionista, ha ido recopilando por el mundo…

Hay piezas de Klee, de Giacometti, de Matta y otros grandes. Además, siempre he tenido la lucidez de quedarme con mis cuadros más importantes, por eso sus formatos distintos, difíciles de vender. ¿Qué importa el dinero al lado de la obra? Sabía que esas obras iban a necesitar un espacio y que algún día tenía que construir un museo. Y lo hice en Trujillo por mis raíces, por mi vínculo con la ciudad, por descentralizar el arte y porque allí encontré el espacio ideal. Sin embargo, me ha costado un enorme esfuerzo: la gente se ha quedado en la admiración por lo ancestral y no se ha dado cuenta de que tenemos un gran arte contemporáneo, que el artista de hoy está dando testimonio de su tiempo.

¿Es verdad que estuvo a punto de cerrar el museo?

Sí. Toqué las puertas de las autoridades locales y nacionales para que colaborasen en el sostenimiento del museo y tuve una gran decepción, una gran tristeza. Y, la verdad, Trujillo tampoco respondió. Comenté que iba a cerrar el museo y, cuando ya daba mis manotazos de ahogado, apareció la Universidad Privada Antenor Orrego, con quien hemos firmado un convenio para hacer muchas cosas en este espacio. El Perú necesita capitales que apuesten por la cultura.

(Tomado de PODER , febrero 2012)


Escrito por

ALBERTO ÑIQUEN G.

Editor en La Mula. Antropólogo, periodista, melómano, viajero, culturoso, lector, curioso ... @tinkueditores


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